DE LA IMPORTANCIA DE USAR MESAS REDONDAS Y DE CÓMO ÉSTAS EL MUNDO CAMBIAR PODRÍAN




En el restaurante de la 73 y Vogelstrasse nadie se habla. Nadie se habla, nadie dice nada, nadie comenta siquiera las pizzas de sushi o por qué el cajero no se asusta cuando se le pasa la sal de mano a mano. Nadie comenta sobre la construcción del nuevo túnel interoceánico justo debajo de la mesa donde almuerza Hendryk, el joyero, a las 12:15. Nadie comenta ni se pregunta por qué al cruzar la cocina uno ha llegado a Viena o por qué al abrir la tapa del retrete de mujeres puede verse al Ministro de Gobierno haciendo tratos con las secretarias de su homólogo del Ministerio de Defensa. En el restaurante de la 73 y Vogelstrasse nadie se habla.


Nadie se habla y esto sucede por una razón: las mesas no son redondas, cada uno vive en su mundo cuadrado y diminuto a tal punto que olvida pedir la factura. Uno se sienta y la longitud de madera que tiene uno en frente es la medida de la soledad del solitario: mientras más corta, más pequeño y triste el solitario mundo. Para ampliar la pequeñez de la soledad, los cuatro lados de la mesa (que, para colmo, no se salva de ser algún día trasladada o destruida para la construcción del interoceánico) son abarcados todos por el –nótese-“individual”, la jarra de limonada, la cucharita del postre, la alcuza, las servilletas, la agenda, la Mont Blanc, la pelota de fútbol luego del ridículo pero muy saludable entrenamiento de mediodía, el sanitizador de manos, el Clarín y la banderita con el número de mesa para ser atendido. Todo tan saturado que no hay espacio ni para apoyar los codos, y para colmo uno come la ensalada solamente, se va… ¡y se olvida la agenda y la Mont Blanc!


Pero un extraño día, sin obreros debajo de las mesas ni clientes supersticiosos, Pascual, el carpintero, aún con el langostino al ajillo en la boca, observa una de las esquinas de su mesa. Sin hacer cavilaciones agarra una sierra pequeña y corta la esquina. Llevado por sus impulsos de oficio procede a cortar las cuatro y, más tarde, a lijar las puntas de los cortes. “Señor Hendryk, siéntese a mi lado”. Extrañadísimo por la interpelación, el joyero se acerca y le obedece. Ninguno sabe cómo continuar. “¿Y ahora?”, pregunta Hendryk. “Y ahora nada, acabo de inventar la mesa redonda”.Y ese fue el primer diálogo sostenido en siglos en el restaurante de la 73 y Vogelstrasse.


A pesar de construcciones de túneles masivos y retretes incoherentes con el común mundo exterior, el mundo puede continuar gracias a la invención de la mesa redonda hecha por los carpinteros que almuerzan en los restaurantes al medio día. La gente conversa y conoce el resto del universo porque tiene a la derecha, a la izquierda y al frente suyo alguien con quien compartir la indiferencia del cajero y las pizzas de sushi. En fin, el mundo no es cuadrado, señores, es redondo.


En el restaurante de la 73 y Vogelstrasse ya se hablan todos.


16 de noviembre de 2009

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