EL ESCRIBIDO


Imagínate volverte ficción. Te pones a escribir y creas, creas, creas, aunque no me creas. Te metes en el tintero y te escribes. Entonces ya es muy tarde cuando te das cuenta: acabas de escribirte. Te pasaste al otro lado y de repente te llamas Sunae. Ya nadie te trata de escritor en la calle, no te toman en serio porque eres un “escribido”. En fin, no existes. Nadie existe.

Desde chiquito, seis o siete años, Sunae se pasaba las tardes rompiendo las campanitas de mamá con la pelota roja que papá le había regalado el “día del niño”. Papá lo ayudaba. Uno podría pensar que papá se había regalado la pelota en su día. Brillaba, rodaba muy rápido, era liviana y chiquita, pero era lo necesario como para romper porcelana.


Sunae siguió así. Todo cambió, todo menos su amor por el fútbol. La pelota también había sobrevivido al pasado a veces absoluto, pero mamá no se rendía, compraba campanitas nuevas cada tres días y las colgaba en el mismo pasillo. A veces se escucha decir que el fútbol mueve países enteros e incluso decide el destino final de sus ciudadanos, aunque nadie diría que también tiene el poder de otorgarles paciencia a las mamás. Pero el problema de Sunae era otro.


Seis o siete “días del niño” más tarde, papá le regaló Fever pitch, escrito por Nick Hornby, fanático del Arsenal de Inglaterra. Lo leyó en el parque, en el auto, en la escuela, en la cancha, embarrado y con un paraguas para que la lluvia no destruya las páginas del libro de su infancia. Qué sería de nosotros si todos nos pusiéramos a ser fanáticos del Arsenal leyendo y no viendo los partidos ni usando su camiseta.

Pero Sunae no decidió ser futbolista, sino escritor, y se lo decía a su mamá cada día, mientras arreglaba la casa. Y así mamá le compró un cuaderno grande, con hojas gruesas muy lindas, sin cuadriculado, y su primer Parker para escribir su primer cuento. No hay nada como escribir en un cuaderno que mamá te regaló.


Cinco días después mamá compró el segundo cuaderno, y tres semanas después le compró la segunda Parker. Sunae, hincha del Arsenal, escribía y creaba deteniéndose solamente para seguir pateando la pelota con papá. Las primeras campanitas rotas eran ya un pasado ancestral. Fútbol y tinta se juntaron definitivamente en ese niño de la cocina que le prometió a su mamá ser algún día escritor y convertirse en lo que escribía. Diecinueve años tenía, cuando el nuevo jugador del Arsenal se incorporó al más lindo equipo de Londres.


Ashburton Grove, su barrio, lo había recibido con barras enteras cantando su nombre. Era un vecindario pequeño, lleno de casitas de ladrillos y techitos negros, muy en combinación con la eterna lluvia. El técnico del equipo le había conseguido un departamento en un pequeño edificio lleno de más hinchas del Arsenal. Sunae estaba feliz, el Arsenal también. Jugar en el Arsenal es un sueño, y si sueñas también escribes, así que sus cuadernitos siguieron siendo llenados con tremenda pasión. Cinco goles por cuento.


He’s red, he’s white, he’s fucking dynamite!, le cantaron la primera vez que marcó un gol, contra el Tottenham. Se sintió como cuando los grandes escritores que vivían en París eran saludados por todo el mundo y enterrados en Suiza llenos de gloria. Sunae (19 años, 1,88 m, 72 Kg. volante ofensivo, diestro) era el nuevo ídolo del norte de Londres, del Londres de Shakespeare, de la reina Elizabeth, de los castillos en medio de la ciudad, del Londres que él escribía.


El número 14 del Arsenal escribía todos los días, se comía libros y sushi, recordaba el canto de la hinchada el domingo de su primer gol, caminaba por los puentes, visitaba las galerías de arte, veía el tenis, paseaba por el campo, le escribía a mamá y a papá, andaba con una que otra novia, metía goles y escuchaba jazz. Su escritorio e madera de pino, lleno de hojas dispersas, era su mejor compañero.
Ya lo habían saludado por las calles muchas veces, comentando el penal que le hicieron o celebrando su hat-trick. I’m fucking dynamite, pensaba. El Londres que le cantó cuando marcó contra el Tottenham estaba ahora en sus hojas. Mamá veía la tele y gritaba de alegría con papá todos los domingos por la mañana.

- Bueno, capitán, mañana es la final y te quiero ver levantar la copa y traerla para desfilar por Ashburton Grove – le dijo el técnico, el día del clímax de su carrera. El capitán se retiró de la oficina del manager nervioso, feliz, saludó a los demás, entrenó y retornó a casa. La final era en su estadio y Sunae ya se imaginaba a los grandes, cuando corrían dando la vuelta olímpica con la copa en las manos, gritando y abrazando a los hinchas más cercanos a la cancha. Pero Sunae no podía dejar de escribir. Quién no quisiera correr la misma tragedia.


El número 14 comió, leyó, llamó a papá y a mamá, durmió y ya se encontraba con el equipo en el pasillo de entrada al estadio, con la cinta de capitán en el brazo, escribiendo. Escribía Londres, escribía pelotas, escribía mundos, escribía campanitas, se escribía. Se encontraba donde se encontraba todos los días.


Sunae no sabía dónde se encontraba. ¿Y la final? Nada. Londres era palabras, lo mismo que él. Me había ido al otro lado, me había escrito, me había vuelto ficción.


Joder, Suné, qué haces, entra a la cancha. Pero yo ya no existo, soy ficción.

4 de diciembre de 2009

 
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