Creo que es hora de escribir.
Uno de los días más radiantes de verano en Zürich. Descansé bien luego de la noche de mi despedida, un día de junio, cuando se acababa mi año en Suiza. Desperté tan descansado que estaba acostado al revés en mi cama, no había nadie en mi casa. Mis manos estaban enredadas entre las sábanas, un pie se balanceaba en el borde de la cama y el otro estaba apoyado en la pared de madera.
Lo primero que hice fue abrir mucho los ojos, muy atento, y miré por la ventana. Estaba sin polera, claro, era verano. Vi el cielo azul como todos los días desde que mi buen humor había empezado y hasta ese día no había terminado. El viento fresco que entraba por la ventana aliviaba el calor de más de 30 grados centígrados.
Me quedé pensativo, observando mi entorno, como casi siempre hacía cuando disfrutaba de un sábado sin nada que hacer. A mi lado había muchas fotos que mi hermano coleccionaba. De animales, de la familia, del país, de amigos, de todo. Al frente mío estaba el techo que iba en bajada, y más a un costado la ventana abierta.
Ahhh mi despedida…mis amigos. Ahora puedo irme tranquilo, pensé. Me puse a pensar en la noche anterior. No había pasado mucho rato. Había llegado a mi casa cuando el Sol estaba saliendo y la temperatura no había variado mucho. Sonreí un buen rato, respiré hondo recordando que no siempre me era tan fácil hacerlo, y me levanté.
A la ducha. La ventana era tan grande que los vecinos podían ver todo, y con semejante día todo el mundo andaba afuera. Me alisté y fui a desayunar. La casa aún vacía.
A través del ventanal de la cocina vi los últimos días que me quedaban en el lugar más hermoso de todos. Tantas veces lo repetí. Como si una cámara fuera acercándose más y más: plantas y árboles muy verdes, casas grandes y lindas muy bien cuidadas, más allá el borde del lago, como si fuera la playa de un mar muy azul, luego el lago de mis sueños, mis barcos, veleros y yates, el reflejo de mis nubes. Al fondo el otro borde, con miles de casas y más árboles. En el horizonte…azul, el cielo azul, y nada más.
Y retrocediendo la cámara, yo, con el pelo mojado, parado, descalzo, con los ojos grandes, bien abiertos, con la boca llena de leche y cereal, mientras me imagino cómo será la vida en diez días en
No había nada que hacer. Llamé a mis dos mejores amigos, Camilo y Josie, y decidimos ir al lago, en la ciudad.
Por milésima vez en un año, salí de mi casa por esa calle en bajada que jamás olvidaré para ir a tomar el bus. Llegó a las 12:17, como siempre. Weidstrasse, primera parada. Banhof Rüschlikon, segunda parada. Así sucesivamente. Schlossstrasse, la fábrica de chocolate Lindt & Sprüngli. Se abrió la puerta del bus y una ráfaga de olor delicioso penetró mi nariz. Los que ya estaban acostumbrados no dijeron nada. Se cerró la puerta y continuamos el viaje. A partir de ahí el viaje era al borde del lago, en la “Silberküste” o “Costa de Plata” de Zürich, porque era el lado de la costa del lago donde el Sol no daba. “Bürkliplatz”, última parada, y tal vez el lugar que más grabado está en mi cabeza. El centro de la ciudad, según yo. El río Limmat de Zürich pasaba por ahí, y desembocaba en el hermoso lago. En ese mismo punto empezaba la avenida más importante de todas,
Hacia el otro lado estaba el puente que atravesaba el río Limmat y llegaba a Bellevue, la estación de los tranvías. Desde ese puente, hacía atrás, se podía observar todo el trayecto del río, las tres puntas de la ciudad: la catedral Grossmünster,
Caminé desde la parada del bus hasta
Fuimos a comprar algo para tomar y comer y luego decidimos subirnos a un barquito con pedales para ir hasta el medio del lago y nadar.
Camilo y yo pedaleábamos, él a la derecha y yo a la izquierda, Josie atrás sacándonos fotos. Llegamos hasta el medio del lago pero tuvimos que avanzar un poco más porque los barcos pasaban por ahí. Luego nos lanzamos al agua, que parecía de la misma temperatura que el aire. No había nada más refrescante.
Me puse de espaldas, flotando, y me olvidé del mundo un segundo. Desde este sillón, tres meses después, relato esta experiencia desando estar allí para aliviar el dolor de cabeza que no me para hace dos días. No hay nada como estar a orillas de Bellevue, en la ciudad donde no se puede vivir mejor, durmiendo en el lago al lado de barquito a pedales.
Abrí los ojos, Josie me miraba desde el barquito, sonriendo. Camilo nadaba más allá. Me subí al barquito y nos pusimos a charlar.
- ¿Qué es lo que más vas a extrañar?
- No sé, Josie, no me gusta hablar de eso.
- ¿Por qué?
- Porque me pone triste.
- Tal vez te ponga más triste no haberlo dicho antes.
- …A ti tal vez. Y a los demás.
- Vas a volver.
- Sí, claro.
- No, no era pregunta, vas a volver.
- Ah, ¿huh? ¿Cómo sabes?
- Se nota que sí.
- Sí, se nota.
- Pero yo iré primero allá.
- Jajaja, ¡eso espero! Porque no volveré tan pronto.
- Más te vale extrañarnos, porque te voy a extrañar.
- ¡Yo también! ¡¿Con quién voy a celebrar cuando el Arsenal le gane al Liverpool?!
- Jajaja. Nadie es igual aquí, nos cambiaste a todos.
- ¿Yo, por qué?
- Porque sí. Todos cambian el mundo en algún sentido.
- Te voy a extrañar.
- No me mires así.
- ¿Cómo?
- Así.
- Jajaja, ¿cómo?
- Como siempre me miras.
Recuerdo nuestro último abrazo en el aeropuerto. Tú fuiste la última, Josie. Me acerqué y…:
- No, Andrés. No, ¿si?
- ¿No qué?
- No, no, no, no
- ¡No entiendo!
- Que no lloremos
- Noo, jaja – le sonreí-, hoy no, eso para cuando volvamos a vernos-.
La hora pasaba y pasaba. Camilo nadaba de espaldas mirando el cielo. De pronto se acercó, me acuerdo que dijo en alemán exactamente así:
- ¿Seid ihr fertig? (¿Terminaron de hablar?)
- Jajaja, sí, hombre, desde hace rato, podías entrar cuando querías.
Hasta extraño hablar con acento español.
- Bueno, ya es tarde, hay que devolver el barquito, vámonos a comer algo que muero de hambre – nos dijo.
En el trayecto de vuelta nos sacamos más fotos.
Nos bajamos y nos vestimos. Fuimos a tomar algo y luego hacia la estación. En el camino nos encontramos con un inglés ebrio en la esquina de una perfumería.
- Hey tíos, ¿qué hacéis? Vine esta semana de vacaciones, tengo la puta plata y hasta ahora no encuentro el tranvía once.
Tenía un botella te whisky, una camisa blanca, corbata negra, pantalón negro, zapatos negros y solamente un calcetín encima del pantalón con el número trece. Luego nos explicó porque nos había hablado en español y lo del calcetín:
- Vivo hace 30 años en Madrí, me vine a Zurrí de vacaciones para
Luego explicó lo del calcetín en inglés británico:
- ¡Look my bloody lucky 13 socks! Yeah! (¡Mira mis malditos calcetines con el 13 de la suerte!)
Josie era inglesa, así que charlaron riendo mucho. Camilo era español, y también rieron. Yo entendía los dos idiomas así que también me reí. Jamás escuché la charla de un ebrio más inteligente que esa. Sólo un inglés ebrio podía hablar así.
Luego nos fuimos a la estación y despedimos a Josie. Como casi siempre, me quedé con Camilo paseando, comimos un poco, charlamos, reímos, nos corregimos errores entre el español de España y el de Bolivia, y nos fuimos. Nadie murió ese día.
Tengo aún hoy las fotos de ese día agigantadas, como regalo de despedida de Josie y de Camilo, en el barquito a pedal, en el lago de Zürich, con dedicatorias, los tres riendo.
No necesito estar ahí para ser feliz, sólo necesito ver la sonrisa de Josie, de Camilo, o mi propia sonrisa impresa en esa foto, para ser feliz por un segundo, y recordar ese día de verano después de mi despedida. Recordar el día en el que me olvidé del dolor y la angustia mientras descansaba en el lago, la charla con mi mejor amiga, la charla con mi mejor amigo, el discurso del inglés ebrio, el paisaje desde el puente, el trayecto del bus desde mi casa hasta la ciudad, el olor del chocolate que penetraba por las puertas del bus, la sonrisa de Camilo al mismo tiempo que me daba la mano al despedirse, sincera, la de un amigo, el abrazo y el beso de Josie al despedirse.